Sinceramente, ya nada me importa. ¡Vaya! Perdón, ¡que maleducado soy! No te había visto. Seguramente te preguntarás por qué digo eso. Es difícil de comprender, pero la situación es un tanto compleja. Yo... era un buen hombre, no era malo. Es cierto que no tenía muchas virtudes, ¡pero no era un hombre malvado! Siempre me he considerado un hombre... “nefasto”. Tenía mis problemas como todo el mundo. Es cierto que algunos me los busqué por mis maneras y puede que a veces fuera algo difícil de tratar... ¡pero, coño, lo repito, no era malo!
El caso es que no quiero hablar de mí, quiero hablar de Joe Zibago. ¡Sí, ese jodido hijo de espaguetis. Ese hijo de puta que merece la más pérfida de las muertes! Admito que tuve la mala suerte de estar trabajando en el lugar y en el bando equivocado, ¡pero no es justo lo que ese cabrón me hizo! Verás, durante mucho tiempo trabajé para Willy “el gordo” (¡sí, lo sé!, odio ese jodido estereotipo mafioso de que los grandes jefazos tengan ese apodo). El muy capullo me tenía bien cogido de las pelotas, siempre sabía donde pillarme, donde encontrarme, sabía joderme, y sabía hacerlo muy bien.
La cuestión es esta, yo... ¡que por cierto no me he presentado! Mark Nippier de profesión ladrón y de afición soplón (siempre que paguen bien, claro). ¡Ah, que ya habías oído hablar de mí! ¡Dios siempre me voy por las ramas disculpa! Bueno, el caso es que me encontraba en el taller de reparación de coches de Joe “el muñeco ruso” y... ¿qué por qué el muñeco ruso? Pues porque el cabrón perdió las piernas en no sé qué explosión. Y no solo eso, sino que como además mucha gente creía que era un jodido ruso pues le pusieron ese apodo. ¡Era como una muñeca rusa, pequeña y gorda! Allí estaba cuando de repente entró en el taller un Cadillac Town Sedan. Los bastardos que iban dentro comenzaron a liarse a tiros con todos los que estaban en el local. Yo, que casi siempre fui un tío afortunado, corrí hacía el piso de arriba y me escondí en una habitación. Además, por si acaso subían me introduje en un conducto que Joe tenía para esconder la droga. Bueno, pues eso, ¡allí estaba yo!, un jodido capullo, un puto pringado hecho un ovillo escondiéndose de unos mafiosos armados. Pues bien, esa vez me salvé. No me encontraron. Pero a Joe le abrieron las tripas en canal, y pude comprobar que no, que de muñeco ruso poco oiga. ¿No te ha gustado el chiste? ¡Pues que te jodan!
El caso es que como ya te he dicho antes, allí estaba yo. En medio de toda esa carnicería, y la verdad que bastante acojonado. Me asomé a la puerta del taller a ver si había alguien y volví para dentro. Le di mi último adiós a Joe y al viejo Billy “el desdentado” (“el muñeco” solo tenía 60 dólares en la cartera, a Billy por el contrario solo le pude sacar un diente de oro) y me marché por dónde había venido.
Fui hacía el cuartel de la banda. Allí me llevé otra increíble sorpresa en mi largo y asqueroso día. Zibago me esperaba en la puerta. Joe Zibago era lo más italiano que te podías echar en la cara. Alto, delgado, tostado por el sol, con un fino bigote y con su cabello negro engominado para atrás como si una vaca le hubiera lamido. Fumaba con su mano izquierda mientras que con la derecha sostenía el abrigo (¿o debo decir la pistola?). Sin decirme nada me señaló la puerta con un ademán para que entrara. Una vez dentro, para no romper con la temática del día me encontré con otra “agradable” sorpresa. ¡”El gordo” listo para embarcar a una nueva aventura, sí señor! El cadáver de mi exjefe se encontraba metido en un ataúd y en sepelio en medio del salón. Me acerqué de manera lenta hacía el ataúd, como con miedo a qué pudiera encontrarme. Miré de manera atenta su cara. Quería ver su expresión. Luego miré su cuello. El gordo como me imaginaba, había sido asesinado.
‒ Felicidades Mark, a partir de ahora trabajas para Johnny Torrio ‒ me dijo Zibago de manera irónica acercándose por detrás.
‒ ¿Y paga bien?‒ le pregunte yo con una triste sonrisa en la cara.
‒ Lo suficiente como para que una escoria como tu pueda vivir con algunas comodidades. Reúnete conmigo en el “Yale´s” a medianoche‒ me dijo.
‒ ¿Tengo posibilidad de negarme? ‒ le pregunte mientras me encendía un cigarro.
‒ No, ninguna‒ me contesto él.
‒ Pues allí estaré‒ le respondí no sin algo de preocupación. Acto seguido me marché por la puerta.
El “Yale´s” se encontraba en el barrio de Brooklyn, era un club nocturno bastante famoso ya que su dueño era el mafioso Frankie Yale. El portero, un tío rudo y bastante vigoroso me miró con mala cara al entrar. Yo le devolví la mala mirada (aunque peor cara tenía él, que por algo le llamaban “cara cortada”).
El local era bastante bonito, con sus tonos azulados y grises, con sus habitaciones laterales y esa gran barra central donde las chicas hacían las delicias de todos los sicarios de la ciudad. Aún recuerdo a Cindy Giulliano, era muy hermosa. Sin duda la chica con las curvas mas provocativas que haya visto nunca, y un par de tetas bastante curiosas. Lástima que terminará flotando en el río. Nadie supo nunca lo que pasó, ni siquiera yo, y mira que tenía muy buenas relaciones con los bajos fondos. Pero estoy seguro que su exnovio, el portero, tenía algo que ver con ello. Si no seguro que su hermano no le habría rajado la cara a ese gilipollas de Capone. ¡Dios, Cindy, cuanto te echo de menos!
Una vez que mi mente paró su viaje hacia atrás en el tiempo y volví a la cruda realidad me acerqué para preguntarle al barman donde podía hallar a Zibago. Este me informó que se encontraba en el aparcamiento de detrás del club nocturno y me indicó que podía pasar por el pasillo que lo conectaba desde dentro. Una vez le di las gracias caminé por ese largo pasillo que conectaba los dos lados.
En el fondo, vislumbre al italiano a la luz de la luna, con su cigarro en mano, poco a poco avanzaba hacia él hasta que algo me paró. Una cuerda atada alrededor de mi cuello. Intenté agarrarla pero la cuerda me asfixiaba cada vez más y más fuerte. Zibago se me acercó y me dijo:
‒ Lo siento Mark, habías visto demasiado... y sinceramente, no sirves para una mierda ‒ esas fueron las últimas palabras que escuché en mi vida. Mientras, mi cuerpo intentaba zafarse de la cuerda que me la arrebataba. Mis piernas entonaron un ritmo frenético, como un danzarín al que le falta el aire. Imágenes de mi pasado desfilaban poco a poco ante mí. Conseguí girarme para intentar golpear a mi agresor, pero allí estaba él. “Cara cortada”, más fuerte y grande que nunca, inamovible, gigantesco, como un coloso que se mantiene erguido con el paso de los tiempos. Mi asesino apretaba con fuerza las cuerdas que momentos después me alejarían de la vida para siempre. Su horrenda y desgraciada cara fue lo último que vi mientras me caía al suelo y mi corazón se paraba para siempre.
Como te decía, mi amiga encapuchada. Ya no me importa nada. Bueno, algo si me importa la verdad. Como sabrás, Zibago se encargó de atarme a una lámpara de mi casa para fingir que yo mismo me había suicidado. La policía, en cuanto me encontró avisó a mi madre de lo sucedido. Dios, mi pobre madre... Ella no se merecía esto. Ella no tenía nada que ver. Ahora, debido a sus creencias y a sus ensoñaciones vivirá toda la vida pensando que su hijo era un suicida, un hombre al que se le negó el cielo, un ser destinado al castigo eterno. Y sinceramente madre, peor infierno que el que viví todos los días de mi vida en ese lugar... Quizás la nueva vida sea mucho más interesante y llevadera...
Bueno, y tú mi querido o querida oyente, ¿te quitarás la capucha para que pueda verte de una vez? ¡Vaya, que sorpréndete ironía! Hola Cindy, ha pasado mucho tiempo... En fin, no me queda nada más que contarte querida. Entonces que, ¿nos vamos?